El tono de la campaña electoral en Honduras – que no ha empezado en vista que no se nos ha convocado a elecciones de conformidad con la ley – se anuncia bronco, agresivo; y con fuerte emotividad. Es decir que si en las elecciones internas, privo inicialmente la preocupación de muchos, estas de ahora obligan a frenarla y controlarla en sus tonos y expresiones, sino queremos embrocar al país en una crisis mayor que la que vivimos.
Las elecciones no tienen por qué ser cancha de lucha cuerpo a cuerpo, de insultos de unos a los otros; y menos de amenazas, agresiones y descalificaciones. Son el escenario en donde los diferentes grupos que se disputan la dirección del país – del cual todos somos parte – le presentan a los electores, sus propuestas en base a criticas razonables de lo que se ha hecho mal; o, lo que se ha dejado de hacer.
De allí que no hay justificación para la descalificación de los otros. Y menos para propiciar el odio para que los adversarios sean perseguidos, amenazados o encarcelados. Siendo la política el arte de lo posible, los ciudadanos electores son convocados para escoger cuál de las propuestas que se ponen a su consideración le parece la mejor. En las urnas, la decisión comprometa a la mayoría, porque con su voluntad le da a un grupo político determinado la enorme responsabilidad de hacer lo que corresponde para beneficiar al bien común y facilitar el bienestar y la seguridad ciudadana.
Desde 1980 hasta ahora, no habíamos tenido un clima de crispación como el que sentimos ahora. Dos sectores enfrentados: el partido en el gobierno -Libre- y los dos partidos tradicionales, el Liberal y el Nacional, están cuadrados e indignados. En 1954, con tres candidatos – como ahora – después de 22 años sin elecciones democráticas, anticipábamos que las cosas terminarían mal. Todo el mundo sabía que sería difícil que los tres grupos se pusieran de acuerdo porque la Constitución de 1936, exigía que quien ganara las elecciones seria el que tuviera mayoría absoluta, es decir una mayoría integrada por la mitad más uno de todos los electores, cosa que sabíamos que sería imposible. Ahora, aunque no es lo mejor, ganara las elecciones quien obtenga mayoría simple, es decir que sin duda nos dará un gobierno de minorías y sin control sobre el Congreso Nacional.
Sin embargo, lo más serio y preocupante es la irrupción en la vida política del concepto que quien tiene el poder no tiene que entregarlo a nadie, incluso cuando el pueblo haya decidido lo contrario. Es aquí en donde se encuentra la justificación irracional de la descalificación del otro, de la condena de los demás por las acciones del pasado; y por la amenaza a los adversarios, a los empresarios, a los periodistas; e incluso a los observadores internacionales.
Nuestra situación es compleja. Ubicados en el triángulo norte, nos movemos peligrosamente entre polos autoritarios. Y solo tenemos en el proceso electoral, la alternativa para evitar la violencia. Al margen de las aparentes divergencias, algunas exageradas desde una memoria exageradamente rencorosa, son más las cosas que nos unen y que nos obligan a aceptarnos y reconocer que hace falta mucha tolerancia para asegurar que la casa común, no se derrumbe. O termine incendiada por el odio de sus hijos más exaltados.
Hasta 1933 con los fusiles, quisimos abrirnos paso hacia el progreso y el desarrollo. Sin éxito. Desde 1980, apostamos a las elecciones, a la discusión cívica y a la tolerancia, exponiendo cada quien sus argumentos, identificando los caminos para el desarrollo. Abandonar esa vía, siguiendo las veredas del odio, es un error que hay que evitar.