El reciente atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay revive los peores fantasmas de la historia política colombiana. El 7 de junio de 2025, durante un acto de campaña en Bogotá, Uribe fue blanco de un ataque armado. La escena remite inevitablemente a otro episodio trágico. En 1991, su madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada durante un fallido intento de rescate tras su secuestro por orden del narcotraficante Pablo Escobar.
Ese caso fue relatado por Gabriel García Márquez en su novela periodística Noticia de un secuestro, una obra que dio visibilidad a la crudeza del conflicto colombiano.
Tres décadas después, la historia parece repetirse. Lo que en los años 90 fue las acciones de carteles de la droga, hoy se mezcla con redes criminales menos visibles, pero igual de letales. En medio del proceso electoral presidencial de 2025, este atentado reabre preguntas fundamentales: ¿Cómo se garantiza la vida en política? ¿Qué ha hecho el Estado para evitar que la violencia silencie a sus candidatos?
Historia de sangre y silencio
Colombia tiene una larga tradición de violencia contra sus líderes políticos. Mencionar algunos de ellos es un llamado a la memoria. En 1948, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal de masas, desató el llamado “Bogotazo” y marcó el inicio de una guerra partidista conocida como “La violencia”.
Su muerte ha sido objeto de múltiples teorías. Alguna apunta a un complot del gobierno estadounidense operado por la recién creada CIA. Otras responsabilizan a los comunistas. Incluso se ha involucrado a un joven Fidel Castro, quien por entonces se encontraba en Bogotá, atraído por la IX Conferencia Panamericana. Lo cierto es que su asesinato fracturó la esperanza de una reforma social democrática y dejó al país sumido en décadas de conflicto.
Décadas más tarde, en 1989, Luis Carlos Galán, precandidato presidencial y símbolo de la lucha contra el narcotráfico, fue asesinado por sicarios del cartel de Medellín. Su candidatura, que crecía con fuerza y prometía una renovación política, se enfrentó a los intereses más oscuros del país. En abril de ese mismo año, el presidente Virgilio Barco había decretado la prohibición de las autodefensas –estructuras armadas ilegales promovidas desde la década de 1960–, pero la medida llegó tarde. En agosto, Galán fue acribillado en plena plaza pública por hombres ligados al paramilitarismo del Magdalena Medio, una región donde el Estado era débil y la violencia, cotidiana.
Luis Carlos Galán, víctima de una conspiración criminal, se convirtió en el símbolo de un país que quiso cambiar y fue silenciado por los fusiles. Su legado, sin embargo, persiste. Su hijo, Carlos Fernando Galán, es hoy el alcalde de Bogotá.
Le siguió Carlos Pizarro Leongómez, asesinado el 26 de abril de 1990, apenas un mes después de haber firmado la paz con el Estado como comandante del movimiento guerrillero M-19.
Tras dejar las armas, Pizarro se convirtió en candidato presidencial y símbolo de una transición hacia la legalidad. Su mensaje de reconciliación ilusionaba a muchos sectores cansados de la guerra, pero su vida fue segada en pleno vuelo. A bordo de un avión de Avianca que cubría la ruta Bogotá–Barranquilla, un joven armado con una subametralladora Ingram oculta entre su ropa logró burlar los controles de seguridad y disparó contra él a quemarropa. La escolta de Pizarro respondió, abatiendo al atacante.
Carlos Pizarro no alcanzó a ver la Colombia por la que apostó tras el abandono de las armas, pero su legado político fue recogido por su hija, María José Pizarro, quien hoy es congresista de la República. Desde el Capitolio, ha impulsado causas relacionadas con la memoria histórica, los derechos humanos y la implementación del acuerdo de paz de 2016, convirtiéndose en una de las voces más visibles de la izquierda democrática. Su presencia en el Congreso es un recordatorio vivo de que la política no solo se hereda por la sangre, sino también por el coraje de resistir a la violencia.
En los años finales de esa misma década, la violencia cobró la vida de Bernardo Jaramillo Ossa y Jaime Pardo Leal, dirigentes de la Unión Patriótica (UP), un partido político surgido tras los diálogos de paz con la guerrilla de las FARC. Ambos encarnaban la posibilidad de que antiguos combatientes y sectores excluidos accedieran al juego democrático. Pero esa esperanza fue frustrada. Jaramillo y Pardo fueron asesinados como parte de un proceso sistemático de exterminio político que se prolongó por más de dos décadas.
Según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su sentencia de 2023 en el caso Integrantes y Militantes de la Unión Patriótica vs. Colombia, el Estado colombiano fue declarado responsable por las violaciones de derechos humanos cometidas contra más de seis mil víctimas, integrantes y militantes de la UP, desde 1984 y durante más de veinte años. La masacre política de la UP no fue un episodio aislado ni espontáneo, sino un ataque sostenido, planificado y tolerado por estructuras estatales y paraestatales, que no aceptaron su participación en el sistema democrático.
En 1995, la lista se alargó con el crimen de Álvaro Gómez Hurtado, un líder conservador, excandidato presidencial y crítico agudo del régimen político tradicional. Fue asesinado frente a la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá. Su muerte permaneció por años en el terreno de la especulación, hasta que, en 2020, las antiguas FARC reconocieron su autoría, aunque el esclarecimiento judicial aún no es definitivo. Gómez representaba una voz incómoda dentro de las élites. Su asesinato, como los anteriores, dejó sin respuesta a una sociedad que sigue buscando entender quiénes han querido silenciar la política con la muerte.
Violencia en tiempo real
A diferencia de aquellos años en los que la violencia política tardaba días en conocerse por los periódicos o noticieros, hoy todo ocurre en tiempo real. Los atentados se transmiten en directo, se multiplican en redes sociales antes de ser verificados y se convierten en tendencia bajo hashtags que responden más a la indignación ideológica que al análisis. En segundos, ya se ha tomado partido, se ha emitido juicio y se ha condenado al adversario. Pero esta inmediatez no ha traído más verdad, ha traído más ruido.
Las redes sociales, lejos de ofrecer contexto, fragmentan la realidad en eslóganes. Y los medios de comunicación, azules o rojos, verdes o amarillos, ya no informan: militan. En lugar de ayudar a entender lo ocurrido, refuerzan trincheras. La política digital, acelerada y sin matices, corre el riesgo de sustituir el debate por la reacción y el pensamiento por la consigna. Así, la democracia se empobrece, no solo por la violencia física, sino por la imposibilidad de pensar despacio.
El poder que calla
El atentado contra Miguel Uribe debería haber generado una respuesta unívoca de respaldo a la oposición y condena institucional firme. Sin embargo, la reacción del gobierno fue confusa. No hubo un llamado claro a una investigación independiente ni a medidas excepcionales de protección.
Desde la teoría constitucional, se advierte que los derechos no son dádivas del poder, sino límites que lo contienen. Cuando el Estado no actúa con contundencia para proteger el pluralismo político, falla y se convierte en cómplice, erosionando la legitimidad democrática.
Actualmente, existe una nueva dificultad. No se sabe con certeza quién atenta contra la política. En los 80 y 90, el enemigo tenía rostro: narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares. Hoy, las autoridades dudan entre bandas criminales, grupos radicalizados o actores infiltrados. Esta incertidumbre solo agrava el miedo y debilita la respuesta institucional.
Voces disidentes ante el peligro de una democracia sin oposición
La violencia política no solo mata personas. Mata ideas, proyectos, voces disidentes. Y sin disenso, no hay democracia. Lo entendieron los constituyentes de 1991, que diseñaron un sistema basado en el pluralismo, con mecanismos de participación y equilibrios de poder.
Figuras de orillas ideológicas muy distintas han condenado el atentado contra Miguel Uribe Turbay, lo que evidencia que la defensa de la vida política trasciende la militancia.
Una de las primeras voces en pronunciarse ha sido la de María Fernanda Cabal, senadora del partido Centro Democrático, una colectividad de derecha fundada por el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Cabal ha sido una de las más férreas opositoras del actual gobierno y suele tener un discurso confrontacional, particularmente crítico del presidente Gustavo Petro.
Por su parte, Claudia López, exalcaldesa de Bogotá y figura destacada por su trayectoria política, también condenó el ataque. López es una líder progresista que ha mantenido una postura crítica tanto frente al oficialismo como frente a los sectores tradicionales, abogando por un discurso anticorrupción.
En la misma línea, Gustavo Bolívar, exsenador, escritor y cercano colaborador del presidente Petro, anunció su retiro temporal de la política como gesto simbólico frente al clima de violencia. Bolívar, conocido por su activismo desde la izquierda, ha sido una voz influyente dentro del proyecto político del actual gobierno, y su decisión de pausar su actividad pública representa un mensaje fuerte sobre la necesidad de proteger el debate democrático.
Que estas voces coincidan en la necesidad de garantías democráticas no es poca cosa. Es una señal de que, pese a todo, la idea de un país en el que se puede disentir sin miedo aún sobrevive.

El espejo de la historia
El caso de Miguel Uribe Turbay es profundamente simbólico. Su madre fue víctima de una de las etapas más violentas del narcoterrorismo. Él, en cambio, eligió la política como camino de reconciliación y no de venganza. Perdonó a los asesinos de su madre. Pero la violencia volvió a alcanzarlo. Ese espejo, el de la historia que se repite, no debería rompernos. Debería despertarnos.
Despertar a un Estado que no puede responder con especulaciones o silencio. Despertar a una sociedad civil que ha convertido las redes sociales en campos de batalla, donde el insulto sustituye al argumento y la reacción desplaza al pensamiento. Despertar a los jóvenes, que hoy presencian en tiempo real lo que sus padres vivieron con miedo en los años 90, pero con una diferencia crucial: ahora todo se ve, se comenta, se distorsiona en directo. La violencia política se viraliza antes de comprenderse, y se juzga antes de investigarse.
Este momento exige algo más que indignación, exige compromiso democrático. Porque ningún proyecto político merece una bala, y ningún país puede darse el lujo de vivir sin oposición.
Gabriel García Márquez, que narró como nadie la tragedia cíclica de Colombia, dejó al final de Cien años de soledad una advertencia que hoy resuena con fuerza. Macondo, ese pueblo ficticio, desapareció no por falta de historia, sino por exceso de olvido. Al terminar la novela, cuando todo ya estaba escrito en los pergaminos de Melquíades, no quedaba nadie para recordarlo ni evitarlo. Porque, como dice la frase final, las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Colombia no es ficción, pero se le parece cuando normaliza lo inaceptable. El país que ha sobrevivido a guerras, magnicidios y pactos rotos no puede seguir repitiendo su tragedia como si no tuviera memoria. Tal vez aún haya tiempo. Pero no será mucho.
Sergio Andrés Morales-Barreto, Coordinador académico y profesor del Departamento de Teoría Jurídica y de la Constitución de la Facultad de Estudios jurídicos, políticos e internacionales, Universidad de La Sabana
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.