La noche estaba cargada de electricidad antes siquiera de que sonara la primera nota. En el corazón del complejo del Estadio Cuscatlán, el rugido del metal retumbó como un trueno ancestral: Judas Priest, los dioses británicos del heavy metal, descendieron sobre El Salvador con un show que no solo sacudió el suelo, sino también el alma de todo fan presente.
Desde temprano, las filas alrededor del complejo eran un mar de camisetas negras, banderas ondeantes de Guatemala, Honduras y El Salvador y emoción pura.
La hermandad del metal se sentía en cada apretón de manos, en cada cerveza compartida.
La antesala fue todo menos tibia. Los salvadoreños Broncco demostraron por qué han ganado respeto en la escena con clásicos como “Hoy estamos aquí”, “Ya no estás” y el siempre emocional “Vendedor de sueños”.
Escena | Así arranca el concierto de la banda Judas Priest en El Salvador.
Video: Marco Morales pic.twitter.com/QrfgMovugU
— Diario El Mundo (@ElMundoSV) May 3, 2025
A las 9:30 de la noche, el aire se cortó en seco. Las luces se apagaron y el rugido del público se convirtió en tsunami. Como sombras titánicas emergieron los cinco miembros de Judas Priest. La banda liderada por el infalible Rob Halford —el mismísimo Metal God— abrió con “Panic Attack”, y en segundos el Cuscatlán ardía en fuego invisible.
A sus más de 50 años de trayectoria, Judas Priest no baja la guardia. Fundados en Birmingham, Inglaterra, a comienzos de los años 70, son considerados los arquitectos del heavy metal. Sin ellos, no habría existido ni el cuero, ni las motocicletas sobre el escenario, ni esa actitud tan característica del género.
Con clásicos como “Breaking the Law”, “Rapid Fire” y “Devil’s Child”, la banda dejó claro por qué siguen siendo un faro brillante en la historia del rock.
Halford, con su voz afilada como cuchilla, arengaba al público como un sacerdote en misa pagana. “¡El Salvador, ustedes son puro metal!”, gritó, y la multitud respondió con el estruendo de miles de gargantas al unísono.
Con vestuarios que mezclaban el negro absoluto, reflejos plateados y estoperoles relucientes, Judas Priest ofreció no solo un concierto, sino una misa sónica, un ritual de poder, nostalgia y fe metálica.
Esta no fue solo una noche de música. Fue una página más en la historia de una banda inmortal y un capítulo inolvidable para una generación centroamericana que, contra todo pronóstico, se reunió para honrar a los verdaderos dioses del metal.